Una reflexión del viaje a Sahuayo
Fuimos muchos, pero cada quien con su GPS interno. Unos querían caminar, otros sentarse. Unos deseaban perderse entre puestos de tacos y máscaras, otros no perderse nada del programa. Y así, en esa danza sutil entre el “yo quiero” y el “vamos todos juntos”, comprendí una vez más que los grupos son espejos chuecos de la humanidad: nadie se salva del caos organizado que es convivir.
Este viaje a Sahuayo, Michoacán, no fue cualquier viaje. Fue una invitación al corazón de un pueblo en fiesta, a una tradición que lleva casi cuatro siglos latiendo entre máscaras, danzas, sudor, gritos, fe… y muchas preguntas. Pero también fue una travesía interna, como todas las que valen la pena. Y, por supuesto, no fui sola.
Lucía, nuestra guía y organizadora, fue el alma que tejió este viaje con hilos de amor y raíz. Quería que conociéramos su lugar de origen, que viviéramos la intensidad de esta celebración como si fuera también nuestra.
Yola, mi hermana —y cómplice de rutas— se encargó de sostener el itinerario con firmeza. A ella no le gusta salirse del programa, y eso, en medio del caos de lo espontáneo, es un superpoder.
Emmanuel, mi sobrino artista, poeta visual, alma abierta. Él observa con una cámara, pero sobre todo con el corazón. Tiene la capacidad de mirar lo que otros solo ven.
Leonardo, también mi sobrino, lleva otra mirada. Criados juntos pero con visiones tan distintas, como dos notas de la misma canción. Él, más joven, con hambre de fiesta, de explorar, de vivir la vida como viene.
Emiliano, mi hijo amado, decidió subirse a esta aventura, recordando aquellos viajes de cuando era niño y no tan niño, donde la tía Yola, sus primos, él y yo nos lanzábamos a descubrir el mundo y compartir momentos. Me conmovió su forma de acompañarme, de ser solidario con las locuras de su madre, de bailar entre la nostalgia y la alegría. Me encanta que sostiene también su propia visión del mundo y es abierto a la perspectiva de los otros sin juzgar.
Adela, del grupo de Los Jubilosos, que con Lucia y Yola celebra la vida con ganas, con fuego y con música interior.
Gerardo, fotógrafo de la existencia, caminando sus años con la mirada entrenada para capturar el alma de las cosas. Está documentando la historia del Apóstol Santiago, y verlo en acción fue un regalo.
Marina, su pareja, se unió al grupo con una energía que llegó como brisa nueva. Amorosa, abierta, sorpresiva. Un movimiento inesperado que hizo bien al corazón colectivo.
Y cómo no mencionar a Frijolito, que se convirtió en la mascota de todos. Le dieron amor, cuidados, mimos. Yo creo que él ya sabía que venía a eso: a unir la energía del grupo.
En medio de la celebración, me atrapó una escena: Sale de la iglesia una figura pequeña, una estatuilla del Apóstol Santiago. Lo cargan entre rezos, lo siguen entre gritos:
—¡Viva el Apóstol Santiago!
—¡Viva Cristo Rey!
Y lo siguen… como si lo siguieran desde siempre. Nos unimos. Caminamos. Quise sentir. No solo ver, sino entender qué mueve a alguien a repetir este acto año tras año. ¿Fe? ¿Costumbre? ¿Miedo al juicio del pueblo si se deja de creer?
Y entonces, el recuerdo: yo también fui de esas que creía. Me fui de monja de clausura. Un año. Un abismo. Hoy, 35 años después, miro a esa gente y me conmueve la ternura de quien necesita un símbolo para sostenerse. Quizá crean. Quizá obedezcan. Quizá no se atrevan a dejar de hacerlo.
Las raíces de esta fiesta tienen un significado profundo, una historia de conquista y evangelización. Las festividades de los Tlahualiles, que datan del siglo XVI, nacen como una manifestación religiosa en honor a Santiago Apóstol, pero la danza, cargada de simbolismo, refleja también esa lucha eterna entre el bien y el mal, como la guerra de moros y cristianos. Es una danza de conquista, pero no solo en el sentido literal. La conquista no solo fue física, sino también espiritual. El Tlahualil, el “guerrero que se reviste”, es el hombre y la mujer que se adentran en un rito que los transforma, como un guerrero que se prepara para la batalla, armados de fe, de historia, de tradición.
Esta danza de los Tlahualiles tiene más que ver con lo simbólico que con lo real. Es un recordatorio de cómo nos revestimos cada día, de cómo luchamos en nuestra vida diaria con lo que creemos, lo que nos enseñaron a creer, lo que elegimos asumir como parte de nuestra identidad. Como el “Tlahualil”, nosotros también nos “revestimos” de lo que nos toca cargar: nuestras creencias, nuestras tradiciones, nuestras costumbres. ¿Y qué sucede cuando nos cuestionamos lo que llevamos puesto? Sobre todo cuando nuestras máscaras pesan o pueden pesar más que las que se ponen los tlahuliles.
Así, en ese viaje hacia Sahuayo, me encontré nuevamente entre dos mundos: el de los Tlahualiles, que se revisten para luchar con las sombras del pasado, y el mío, que observa cómo esa lucha se repite, pero puedo atreverme a decir que con una conciencia más despierta, más crítica, más reflexiva. ¿Cómo danzan los Tlahualiles hoy? ¿Con la fuerza de la fe, o con el peso de la tradición no cuestionada? ¿Cómo danzo yo? ¿Siguiendo lo que antes me gustaba o buscaba? ¿O sentirme aceptada en un grupo que persigue el mismo ideal o como alguien que ya sabe por dónde quiere ir y no seguir a nadie?
Me fui de Sahuayo con la máscara de los Tlahualiles en la mirada. Pensando en lo que nos une y lo que nos separa. En cómo buscamos sentido en medio del ruido y al final nos damos cuenta de que es en el silencio en donde se encuentra. Pensé también en cómo los grupos humanos, pequeños o inmensos, terminan reflejando la misma tensión: pertenecer sin perderse, disentir sin ser desterrado.
Quizá el monito siga saliendo otros 400 años. Quizá haya quien lo cargue por fe, y otros por costumbre. Quizá haya quien solo lo siga porque no sabe cómo decir que ya no quiere caminar más por esa calle o que ya no cree en lo que creía hace unos cuantos años, porque así como llega un momento en que el Tlahualil se quita el peso de la máscara, del traje que lleva puesto (el de la costumbre, de lo establecido) y siente un gran alivio, así nos sentimos los que vamos quitando máscaras, peso a nuestro ropaje y vamos viajando cada vez más ligeros.
Yo, mientras tanto, agradezco haberlo visto.
No para volver a creer.
Sino para seguir comprendiendo.
Klaus